Alas anunnakis

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domingo, 8 de mayo de 2011

EL PELLEJO DE LA GAMBA


Estaba yo en el Colegio atendiendo a mis cositas cuando recibo una llamada de un posible pero poco probable cliente, solicitándome información previa en relación a un posible pero poco probable trabajo que me va a encargar después de que yo le facilite la correspondiente información y asesoramiento técnico gratuito, por el que no percibiría ni unos posibles ni aun menos probables honorarios.
A pesar de ello, me cito con el posible pero poco probable cliente en el Pepe Jerez –o Mundial, como se llama ahora-, pero decido bajar antes y tomar una cerveza, dado que la hora y el calorcito que reinaba ya en el ambiente así lo aconsejaban. Toda la barra del Pepe Jerez estaba ocupada por otras personas que posiblemente también hubieran quedado con algún posible pero poco probable cliente –esto pasa mucho últimamente-, quedando tan sólo un pequeño huequecito, en el que me cuelo yo.
Me pido una cervecita bien fría y uno de los camareros, raudo y veloz, me sirve mi cervecita.... y media docenita de gambas. Debía ser el día mundial de la gamba o algo así, porque miro a mi alrededor y observo que allí todo dios tenía delante una cervecita y media docena de gambas, mientras se peleaban con alguna de ellas, intentando despellejarla. Y digo despellejarla porque estas gambas no tenían cáscara, sino pellejo. Y pegadito pegadito a la carne. Vamos, lo más parecido a una alemana bajo el sol de agosto marbellí, oiga. Pero es que además, como buena gamba descongelada, lo último que mantiene congelada es la cabeza, y ya se sabe que estos bichitos son todo cabeza –en esto se diferencian de sus primas, las alemanas que se tuestan bajo el sol marbellí: estas son todo tetas-, por lo cual retienen entre su cabezota y su body una bolsita de agua que, mezclada con sus vitalo-cefálicos líquidos, es expulsada con la debida presión y allá donde más jode cuando, como a Maria Antonieta, se le separa la cabeza del cuerpo.
Taytantos clientes despellejando gambas y apuntando con ellas al interior de la barra, o sea, taytantos tíos disparando fluidos vitalo-cefálicos sobre los sufridos camareros, a los que ya no les cabía más mierda encima. Pero lo curioso es que debía gustarles, porque a cada nuevo cliente que entraba le obsequiaban con más munición: la susodicha mediadocenita de gambas...
Yo, como soy un tío educao y estudiao, entiendo que no es de recibo contribuir al chorreo de los sufridos camareros, que ya tienen bastante con los taytantos francotiradores que les asedian con tan apestosa munición, así es que decido comenzar al despellejamiento de mis gambas colocándolas en posición vertical, de forma que nadie resulte perjudicado por tan aconsejable como imprescindible operación. Por mi condición de estudiao, rápidamente me percato que para comerme una de estas gambas que celebran su día mundial es necesario conseguir dos logros previos: el primero, arrancarles la cabeza. Ni parriba. Ni pabajo, ni a la izquierda ni a la derecha, ni palante ni patrás, un dos tres. No hay güevos de quitarles la cabeza. Si Maria Antonieta hubiera sido una de estas gambas, todavía podría peinarse.
Por esa misma condición de estudiao, descubro la forma de decapitar a este marisco mariscón: empuñar el cuerpo de la quisquilla con la mano izquierda y retorcerle la cabeza con la derecha hasta quedarse con ella en la mano, momento en el que se produce una violenta expulsión de líquido vitalocéfaloraquídeo que, en condiciones normales, tiende a impactar contra el camarero más cercano al bicho, pero que en esta ocasión, por mor de la educación que me confiere mi condición de estudiao, eyectó en posición vertical dado que tal era la pose que en los instantes previos yo le había proporcionado al puñetero bichito. De esta manera, los effluvium partieron en rumbo ascendente, con el correspondiente mosqueo por mi parte dado mi convencimiento de que todo lo que sube baja, y estos effluvium no bajaron... o lo hicieron sobre mi cabeza. La segunda complicada y ardua tarea fue la de despellejar al bichito, sobre todo porque tuve que hacerlo a base de pellizcos, ya que tengo la mala costumbre de comerme las uñas hasta ras de los nudillos. Este verano pienso probar con una alemana, y seguro que la despellejo antes que a la puta gamba. No fui capaz de despellejarla, pero se jodió, porque me la comí con pellejo.
Tras la experiencia con la primera gamba, tocaba la segunda. Ya se sabe que, como pasa con todo, la primera vez es siempre un desastre. Y como de todo se aprende, en esta ocasión coloqué la gamba con una inclinación de unos 15 grados con respecto a la vertical, para evitar “escupir hacia el cielo”, que suele tener efectos no deseados. Arranco la cabeza con la técnica ya descrita y la venganza de la gamba se materializó en esta ocasión en forma de escupitajo en mi propia cara. Hasta aquí hemos llegado. Observo a mi alrededor y veo que todos los clientes colocan las gambas mirando a Portugal y a unos 15 grados de inclinación respecto de la horizontal, impactando en todos los casos, con un 100% de efectividad, sobre los camareros del interior de la barra. Esto es precisión, y no la mía; esto es sentido común, y no el mío; esto es ser inteligente, seas estudiao o no. Así es que, a partir de ahora, a seguir el sabio refranero español: allá donde fueres, haz lo que vieres. De forma que, para las cuatro gambas restantes, 15 grados sobre la horizontal, dirección Portugal y rumbo camarero, porque, como dice mi amigo Rafa, para que llore mi madre que llore la tuya. Como dicen los encargaos de obras, la ventaja de los estudiaos es que aprendemos muy pronto. Los proyectiles de las cuatro gambas restantes impactaron en sendos camareros con la misma precisión que los americanos impactaron sus aviones y misiles contra las torres gemelas y el pentágono. ¿Qué no? Preguntádselo a las gambas.
Tras la ingestión de la mediadocenita de gambas –pellejos incluidos-, lo que procedía era un traguito de cerveza, misión que resultó imposible dada la pringue que tenía en ambas manos tras la tremenda batalla mantenida a dos manos con las puñeteras gambas. Al rodear el vaso con los dedos de una mano y tirar hacia arriba de ella, la mano subía, pero el vaso se quedaba en su sitio, impasible, pegado a la barra. Era el momento de retirar los restos de la batalla librada con las puñeteras y pellejas gambas, así es que, a tirar de servilletas.
Y ¡voilá!  Ahora nos enfrentamos a un nuevo reto: al coger la primera servilleta, esta desaparece, se desintegra literalmente en la mano. Casi lo mismo pasa con la segunda y la tercera. Pero con la cuarta, todo cambia. Ahora te das cuenta de que las servilletas de los bares ¡son impermeables! A algún gilipollas se le ha ocurrido satinar las servilletas, de forma que en lugar de absorber los líquidos, lo que hacen es repartirlos.
Comienzo por limpiarme la boca y la cara, previamente chorreada por la HP 2ª gamba, pero lo que hago es repartirme los effluvium desde la frente hasta la barbilla y desde una oreja hasta la otra. Si, ya sé que es una guarrería, pero es la única manera. En cuanto a las manos, las maravillosas servilletas impermeables me obligan a remangarme los puños de la camisa y extender el marisconéctar desde la punta de los dedos hasta los mismísimos codos. Y todo ello habiendo utilizado tan solo cincuenta maravillosas servilletas con menos capacidad de absorción que una compresa de plexi-glass.
A todo esto, son las 15,30h y el posible pero poco probable cliente no aparece. Tampoco me importa. Ahora lo único que me importa es qué le voy a decir a mi santa esposa cuando llegue a casa y, con cara incrédula, expedita y fustigante, me pregunte ¿A qué hueles? ¿De dónde vienes? ¿Con quién has estado? ¿Qué has estado haciendo?
Pues qué va a ser, mi amor: tirándome a la vaca.




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