Se dice y se cuenta (Génesis 2:7)
que Dios creó al hombre a partir de un lodo primordial amasado a base de polvo y agua. Y no debe ser mentira, porque
ciertamente somos una forma de energía interactuada con la materia, una fusión,
en presencia del agua, de la luz y el polvo de estrellas creados en el momento
de la gran explosión. Es este binomio luz-polvo, energía-materia, alma y cuerpo
el que nos define y sincretiza durante nuestro estadío y forma de vida
terrenal.
En el momento del big-bang, que
según dicen nuestros más avezados científicos supuso el principio de todo, se
creó el espacio, el tiempo y la materia. Y, sobre todo, la energía, que es la
base y principio común de todo cuanto existe. Infinitas formas de energía
capaces de interactuar entre sí, creando el espacio, el tiempo y la materia, y
de interactuar reiterada y sucesivamente con ellas en el mismo momento de su
creación, generando a su vez nuevas formas y combinaciones de ellas a modo de
piezas de un multiverso alojado en inconcebibles dimensiones que nuestro
arcaico y primitivo cerebro ni tan siquiera puede imaginar…, salvo que
recurramos a ese socorrido comodín creado por el hombre “a su imagen y
semejanza” -por cuanto humaniza todo aquello que su mente no puede procesar-,
al que llamamos Dios.
De esta forma, tanto el dios de
los cristianos como el/los de todas las religiones sería el origen y el fin de
todo, el alfa y omega de nuestras vidas terrenales, aquél que nos la dio
amasando polvo y agua y que finalmente nos la arrebatará, exigiéndonos en este
momento dación de cuentas por el uso que de esta “concesión
administrativa" – que no propiedad – hubiéramos hecho durante ese trámite
de existencia corpórea que denominamos vida. Disponemos, pues, de dos grandes
incógnitas, nuestro origen alfa y nuestro final omega -de dónde venimos y,
sobre todo, adónde vamos- que hemos de despejar a partir de una sola
ecuación: el conocimiento de que estamos
vivos y de que, indefectiblemente, hemos de morir. Misión a todas luces imposible para quien
entienda algo de matemáticas, que no olvidemos, es la medida de todo.
Pero a muchos les cabe el
“consuelo” de que siempre nos quedará la religión, que se ha erigido como la
única pseudociencia que asegura conocer el misterio de la vida y de la muerte y que ha puesto a
nuestra disposición una infalible “herramienta multiusos” que en realidad no
viene a constituir más que una aberración en el método matemático de
sustitución: sustituir una o varias incógnitas –en nuestro caso, todas– por una
premisa que en realidad no es más que otra incógnita a la que artificial y
artificiosamente se puede atribuir el valor de constante que se desee, en cada
momento y en cada caso, para obtener en cada caso y en cada momento los
resultados que se deseen. Se trata de la
fe, bajo cuya bandera se puede dar a cualquier misterio la respuesta que
convenga según los intereses de quienes la imparten. Y lo mejor de ella, su más
preciada cualidad, es que cualquiera que sea la respuesta que se obtenga, ésta
será siempre demostrable y demostrada por la mera aplicación del propio
principio de la fe. Entramos así en un indestructible círculo vicioso que los
informáticos denominan “bucle”, los juristas ”falacia” y los filósofos
“sofisma”, pero que, sea como fuere, constituye una aberración del razonamiento
lógico del tipo “esto es así porque lo digo yo, y lo digo yo porque esto es
así”.
Y es precisamente así como la
religión ha abducido nuestra existencia terrenal, obligándonos a observar un
determinado modo y orden de vida so pena de ser condenado a soportar
eternamente las llamas de un supuesto
infierno, un auténtico chantaje emocional cuya finalidad no es más que
la de instaurar un régimen moral basado en el miedo y la de crear una necesidad,
la de su propia existencia y la del acatamiento de sus normas y preceptos, como
única vía para librarnos del perpetuo terror de las llamas del infierno. Nos encontramos, una vez más, ante una nueva
estrategia del tipo acción-reacción tan común en nuestros días: nos
crean una alarma, riesgo, problema o necesidad para después proporcionarnos una
solución que, lógicamente, es suministrada y administrada por los mismos que
han creado el problema, riesgo, alarma o necesidad. La aparición de virus
informáticos, plagas, pandemias y operaciones de falsa bandera obedecen a esta
misma arcaica pero eficaz estrategia. En el caso de la religión, el problema se
nos crea en el mismo momento del alumbramiento, cargándonos con la injusta pena
de un pecado que no hemos cometido, el pecado original, para aparecer a
continuación en escena la Iglesia, que gracias a Dios –y nunca mejor dicho– se
ofrece como la solución a un problema que ella misma nos ha creado,
postulándose como única salvadora de nuestra alma, ya sumariamente condenada en
caso de muerte. Si esto no es una operación
de falsa bandera, que baje el mismísimo dios y lo vea.
Yo viví bajo este imperio del
terror durante toda mi adolescencia, en la que los principios y preceptos del
más rancio catolicismo impregnaban mis días y, sobre todo, mis noches. Me
atenazaba el miedo a la muerte por cuanto ésta era la antesala del infierno. En
una ocasión, uno de mis “mentores espirituales” me dijo algo que marcó unos
años de mi vida: cada mañana, al despertar, había de dar gracias a Dios por
haberme concedido la gracia de vivir un día más, ya que obraba en su poder el
haber decidido que no hubiera habido un nuevo día para mí. Esto generó en mí
entonces inmadura mente un auténtico pavor a la muerte, a acostarme una buena
noche en pecado mortal y, por mor de los caprichosos designios de Dios, no
amanecer al día siguiente, condenando así toda la existencia de mi alma al
fuego fatuo del averno. Pero con el inicio de mis estudios universitarios,
alejado ya de la perversa por opresiva influencia que en mí infundía el entorno
salesiano, bajo el cual se desarrolló mi “uso de razón”, me liberé de las
cadenas de la sinrazón, y me negué a aceptar la existencia de ese dios
caprichoso, amenazante, chantajista, iracundo, injusto, vengativo y hasta
sanguinario del Antiguo Testamento que me introdujo en vena la doctrina
católica. Y, si este dios existía, desde luego no sería el mío, porque el único
poso que dejó en mí la enseñanza cristiana que recibí es que dios es amor, y el
amor nada tiene que ver con semejantes e inmundas actitudes tan alejadas de lo
divino.
El amor y el cielo son a la luz
como el odio y el infierno a la oscuridad. Por eso la luz, la energía pura,
limpia y cristalina, es amor. Por eso Dios es energía. Por eso Dios es luz. Por
eso el Universo es mi dios, y por eso, aunque no deseo mi muerte, tampoco la temo.
Nacimos del universo, y al universo volveremos -Pulvis es et in pulverem
reverteris, que se dice en el Génesis-,
porque de polvo de estrellas se creó la materia y la carne, y de su
interactuación con las energías que pueblan el universo, el ánima y la
vida. El cuerpo que muere, como el globo que explota, libera su contenido y lo
devuelve al mismo lugar de donde éste provino.
Fuera, pues, miedos, chantajes y
condiciones “sine qua non”, porque has de saber, hermano en la fe, que
lejos de tener que someterte a juicios finales ni al veredicto de san Pedro, -y
aún más lejos de ser conducido al lugar que corresponda, en función del
cumplimiento durante tu paso por la tierra con una serie de preceptos
establecidos al antojo y la conveniencia de unos pocos de esos iluminados,
llamados “padres de la iglesia” (¿de cuál de ellas?)-, todo será bien
distinto. Cuando tu vida terrenal llegue
a su fin verás sin pena alguna cómo abandonas tu cuerpo, ese ya innecesario
envoltorio que te ha mantenido atrapado en un mundo tridimensional durante este
fragmento de tu existencia (cual capullo de gusano en su fase de crisálida. De esto sabían mucho
los cátaros albigenses)- para verte inmerso en una infinita y
deslumbrante luz de una limpieza y plenitud absolutas que impregnará todo a tu
alrededor, sin que puedas detectar de dónde procede. Esa potentísima y
resplandeciente luz, increíblemente blanca, brillante, envolvente y de
indescriptible belleza, lejos de producir ceguera ni dolor de tipo alguno,
provocará en ti una agradable y placentera sensación de paz y amor, porque ese
es el estado de gracia en el que la mente vive sin el cuerpo y porque ese
remanso de paz y libertad, la luz del otro lado, es nuestro verdadero
hogar. Tras ello, experimentarás un paulatino
proceso de comunión y fusión con ella, hasta ser una misma cosa, para iniciar
un viaje, en absoluta paz y total felicidad, transformado en un ser de luz,
hasta el infinito, el lugar de donde todos venimos.
Y todo lo demás, demonios con
rabo y cuernos, torturadores e inquisidores, predicadores y metemiedos,
confesores y perdonavidas, santos, querubines y toda la pléyade que conforman
la parafernalia de la corte celestial son cuentos chinos, porque Dios no es una
entidad externa a nosotros, sino que somos nosotros mismos una parte de ese
principio de todo.